QUÉ
HAY QUE ENSEÑAR A LOS HIJOS
Es el repaso personal que hace de una serie de valores
la catedrática de Filosofía, premio Nacional de Ensayo 2012 y madre de tres hijos Victoria
Camps.
En este contexto, estas son algunas de sus propuestas, extraídas de su
libro:
1) Felicidad. La autora
detecta en nuestra sociedad varios riesgos que crean malentendidos sobre lo que
es una vida feliz. Para combatirlos, habría que tener claro lo siguiente;
—Que la felicidad no consiste en tenerlo todo ni en conseguir todo
lo que uno se propone. Ser ambicioso es positivo, pero dado que no todo saldrá
a nuestro gusto, es preciso aprender a superar y vencer las adversidades.
—La felicidad solo se consigue en compañía. Necesitamos a los
otros para vivir y ser un poco felices.
—La satisfacción de cualquier capricho, el recurso a los regalos
como solución del aburrimiento, el consumo sin límites, favorecen la
confusión de la felicidad con la satisfacción inmediata. De esta forma el
niño acaba convenciéndose de que solo teniendo y comprando cosas se puede ser
feliz.
2) Buen humor. La felicidad no es
lo mismo que el buen humor, pero el buen humor es una de las manifestaciones
de la felicidad. No perder el humor es, sobre todo, un signo de
inteligencia y supone un recurso para aceptarse a sí mismo y para
remontar las adversidades que nunca faltan. El humor cura, ayuda a
sobrevivir y es liberador. Se aprende por la influencia de las constumbres y
del entorno.
3) Carácter. Tendemos a
pensar que el carácter es inmutable, que uno tiene el carácter que Dios le ha
dado y no tiene más remedio que conformarse con su buena o mala suerte. Tampoco
es que el niño sea una página en blanco, lo que llegará a ser está medio
escrito por su información genética, por herencia, porque nace en el seno de
una cultura... pero al final el resultado es siempre una incógnita. Entonces, ¿cómo
se forma el carácter? Los maestros lo saben bien: inculcando al niño
hábitos, con la repetición de actos, acostumbrando al niño a que le guste y le
atraiga no lo primero que le venga en gana, sino lo que le debe gustar.
Haciendo que se adapte a las costumbres que creemos que son buenas.
4) Responsabilidad. ¿Cómo puede aprender
un niño a responder de sus actos si no hay normas? ¿Cómo enseñar que algo
está mal si no se produce al mismo tiempo un sentimiento de rechazo hacia lo
malo? «La moral no es una cuestión de razón, sino de sentimientos. El niño
no aprenderá a comportarse correctamente si no siente, al mismo tiempo que
sabe, que ciertas cosas son mejores que otras», asegura la autora del libro.
5) Dolor. La pedagogía paterna no
tiene más remedio que entrar en ese campo: enseñar a enfrentarse y a
responder al dolor, a aceptarlo cuando es inevitable o cuando puede
producir un bien mayor, y a rechazarlo, en cambio, cuando es inútil y
superfluo. Aceptar el dolor inevitable es una primera lección. La segunda va en
sentido contrario: hay mucho dolor en el mundo evitable pues depende de
nosotros que disminuya o desaparezca.
6) Autoestima. El fin último
de la educación es que la persona sea capaz de desenvolverse por sí misma sin
demasiadas dificultades y con el máximo de satisfacciones posible. Ese fin
supone algo fundamental, que es la autoestima: Nadie se atreverá a vivir por su
cuenta y riesgo si no se quiere a sí mismo, si carece de confianza y de
seguridad en sus capacidades. Es muy importante para que un niño se acepte a
sí mismo que empiecen por aceptarlo sus padres. Que no lo idealicen ni
proyecten en él lo que no es, ni quizá pueda llegar a ser nunca. Educar
es intentar extraer lo mejor de cada uno mismo. Y eso que es lo mejor y que
el niño difícilmente reconocerá por sí mismo, llegará a descubrirlo con la
ayuda de sus padres si éstos saben darle la imagen más favorable y menos falsa
de sí mismo.
7) Buenos sentimientos. Pensamos que
el sentimiento es lo más espontáneo y natural que hay en el hombre. Sin
embargo, los sentimientos también se educan y es posible aprender a
gobernarlos. Es decir, que la solidaridad con el que sufre y que no es mi
hermano ni mi amigo, por ejemplo, no se produce por arte de magia, sino que precisa
un aprendizaje y un entrenamiento. En este caso, la regla de oro de la
moralidad se remonta a Confuncio: «No hagas a los demás lo que no quieras
que te hicieran a tí». Esa es la base de los buenos sentimientos.
8) Buen gusto. ¿Cómo?
¿También hay que educar el gusto? ¿No nos dicen que el gusto es subjetivo y
además, que sobre gustos no hay nada escrito? Pues el gusto se educa, y
es fruto de un aprendizaje. Existe el buen gusto y el mal gusto en música, en
literatura, diseño, en el vestir o en el hablar. Además, no sólo hay un buen
gusto referido a la Cultura con mayúscula. También hay un buen gusto en las
reglas de convivencia más cotidianas. Es lo que se llama «saber estar».
Y es preciso que los niños aprendan a
«saber estar», que se den cuenta de que no todo vale en cualquier sitio ni para
cualquier ocasión. Los adultos no tenemos más remedio que enseñárselo
con los modelos y las pautas que hemos hecho nuestros.
9) Generosidad. Estamos, según la
autora, ante otra virtud «demodée»: «Preferimos hablar de solidaridad. Pero me
temo que la solidaridad es otra cosa. La solidaridad puede ser el punto de
llegada, pero se empieza por la generosidad. Lo diré de otra forma, el modo
de enseñar a nuestros hijos a ser solidarios es enseñándoles a ser generosos».
Enseñarle a un niño a ser generoso,
prosigue Camps, «es enseñarle a no
vivir tan apegado a lo suyo, enseñarle a dar, y no solo a recibir. La
generosidad es también el antídoto del egoismo entendiendo por tal la
adherencia exagerada al yo y a todas sus pertenencias o intereses. Significa
poner lo que uno tiene al mismo tiempo al servicio de aquel que tiene menos o
al que le faltan muchas cosas».
10) Amabilidad. Aprender a
escuchar, a sonreír, a mostrarse agradecido y de buen humor, hacer que el otro
se sienta a gusto y no ser siempre una molestia para los demás, es un rasgo
elemental de la buena educación, sea o no auténtico, expone Victoria Camps. «La
obsesión por lo auténtico es tan absurda como la obsesión por la natural. La amabilidad no es, pues, una merma
de autenticidad, sino una exigencia social. ¡No nos rasgemos las
vestiduras!».